domingo, 21 de agosto de 2011

El Mago Merlín Y El Rey Arturo

Hace muchos años,   cuando Inglaterra no era más que un puñado de reinos que batallaban entre sí,   vino al mundo Arturo,   hijo del rey Uther.   La madre del niño murió al poco de nacer éste,   y el padre se lo entregó al mago Merlín con el fin de que lo educara.   El mago Merlín decidió llevar al pequeño al castillo de un noble,   quien,   además,   tenía un hijo de corta edad llamado Kay.   Para garantizar la seguridad del príncipe Arturo,   Merlín no descubrió sus orígenes.

Cada día Merlín explicaba al pequeño Arturo todas las ciencias conocidas y,   como era mago, incluso le enseñaba algunas cosas de las ciencias del futuro y ciertas fórmulas mágicas.   Los años fueron pasando y el rey Uther murió sin que nadie le conociera descendencia.  

La Cenicienta

Había una vez,  un gentil hombre que se casó en segundas nupcias con una mujer,  la más altanera y orgullosa que jamás se haya visto.   Tenía dos hijas y se le parecían en todo.
El marido,  por su lado,  tenía una hija,   pero de una dulzura y bondad sin par;   lo había heredado de su madre que era la mejor persona del mundo.

Junto con realizarse la boda,  la madrastra dio libre curso a su mal carácter;   no pudo soportar las cualidades de la joven,   que hacían parecer todavía más odiables a sus hijas.   La obligó a las más viles tareas de la casa:   ella era la que fregaba los pisos y la vajilla,   la que limpiaba los cuartos de la señora y de las señoritas sus hijas;   dormía en lo más alto de la casa,   en una buhardilla,   sobre una mísera cama,   mientras sus hermanas ocupaban las mejores habitaciones,   donde tenían camas a la última moda y espejos en los que podían mirarse de cuerpo entero.

La pobre muchacha aguantaba todo con paciencia,   y no se atrevía a quejarse ante su padre,   por miedo  a que la reprendiera,   pues su mujer lo dominaba por completo.  Cuando terminaba sus quehaceres,   se instalaba en el rincón de la chimenea,   sentándose sobre las cenizas,   lo que le había merecido el apodo de "Culocenizón".   La menor,   que no era tan mala como la mayor,  la llamaba "Cenicienta";   sin embargo Cenicienta,  con sus míseras ropas,   no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas que andaban tan ricamente vestidas.

Sucedió que el hijo del rey dio un baile al que invitó a todas las personas distinguidas;   nuestras dos señoritas también fueron invitadas,   pues tenían mucho nombre en la comarca.   Ellas,   muy satisfechas y preocupadas de elegir los trajes y peinados que mejor les sentaran;   nuevo trabajo para Cenicienta pues era ella quien planchaba la ropa de sus hermanas y plisaba los adornos de sus vestidos.   No se hablaba más que de la forma en que irían trajeadas.

-Yo,   dijo la mayor,   me pondré mi vestido de terciopelo rojo y mis adornos de Inglaterra.

-Yo,   dijo la menor,   iré con mi falda sencilla;   pero en cambio,   me pondré mi abrigo con flores de oro y mi prendedor de brillantes,   que no pasarán desapercibidos.

Manos expertas se encargaron de armar los peinados de dos pisos y se compraron lunares postizos. Llamaron a Cenicienta para pedirle su opinión,   pues tenía buen gusto.   Cenicienta las aconsejó lo mejor posible,   y se ofreció incluso para arreglarles el peinado,   lo que aceptaron.   Mientras las peinaba,   ellas le decían:

Dibujos De Cenicienta













Blanca Nieves Y Los Siete Enanitos


En un país muy lejano,  vivía una bella princesa llamada Blancanieves,   que tenía como madrastra, a una Reina, muy vanidosa y malvada.  La madrastra preguntaba a su espejo mágico:

- Espejito,   espejito,   di,   ¿Quién es la más bella de todas las mujeres del reino?

Y el espejo contestaba :

- Tú eres,  oh Reina,  la más bella de todas las mujeres del reino.

Y fueron pasando los años.  Un día,   la Reina preguntó,   como siempre,   a su espejo mágico:

- Espejito,   espejito,   di,   ¿Quién es la más bella de todas las mujeres del reino?

Pero esta vez el espejo contestó:

- La más bella,   es Blancanieves.

Entonces la Reina,  llena de ira y de envidia,   buscó un cazador y le ordenó:

- Llévate a Blancanieves al bosque,   mátala y como prueba de haber realizado mi encargo, tráeme en este cofre su corazón.

Pero cuando llegaron al bosque,   el cazador sintió lástima por la inocente joven y la dejó huir,   sustituyendo su corazón por el de un jabalí.

Dibujos De Blancanieves Y Los Siete Enanitos














sábado, 20 de agosto de 2011

Peter Pan



Wendy,    Michael y John,   eran tres hermanos que vivían en las afueras de Londres.   Wendy,   la mayor, había contagiado a sus hermanitos su admiración por Peter Pan.   Todas las noches les contaba a sus hermanos las aventuras de Peter.

Una noche,   cuando ya casi dormían,   vieron una lucecita moverse por la habitación.   Era Campanilla,   el hada que acompaña siempre a Peter Pan,   y el mismísimo Peter.   Éste les propuso viajar con él y con Campanilla al País de Nunca Jamás,   donde vivían los Niños Perdidos...

- Campanilla los ayudará.   Basta con que les eche un poco de polvo mágico para que puedan volar.

Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás,   Peter les señaló:

- Es el barco del Capitán Garfio.   Tengan mucho cuidado con él.   Hace tiempo un cocodrilo le devoró la mano y se tragó hasta el reloj.   ¡Qué nervioso se pone ahora Garfio cuando oye un tic-tac!

Campanilla,   se sintió celosa de las atenciones que su amigo tenía para con Wendy,   así que,   adelantándose,   les dijo a los Niños Perdidos que debían disparar una flecha a un gran pájaro que se acercaba con Peter Pan.   La pobre Wendy,   cayó al suelo,   pero,   por fortuna,   la flecha no había penetrado en su cuerpo y enseguida se recuperó del golpe.

Dibujos De Peter Pan


















La Bella y La Bestia


Había una vez,   un mercader muy rico que tenía seis hijos,   tres varones y tres mujeres;   y como era hombre de muchos bienes y de vasta cultura,   no reparaba en gastos para educarlos y los rodeó de toda suerte de maestros.   Las tres hijas eran muy hermosas;   pero la más joven despertaba tanta admiración,   que de pequeña todos la apodaban    “la bella niña”,   de modo que por fin se le quedó este nombre para envidia de sus hermanas.

No sólo era la menor mucho más bonita que las otras,   sino también más bondadosa,   además que siempre tenía una sonrisa para todos en el pueblo,  donde la querían mucho.   Las dos hermanas mayores ostentaban con desprecio sus riquezas antes quienes tenían menos que ellas;   se hacían las grandes damas y se negaban a que las visitasen las hijas de los demás mercaderes:   únicamente las personas de mucho rango eran dignas de hacerles compañía.   Se lo pasaban en todos los bailes,   reuniones,   comedias,   paseos,   y despreciaban a la menor porque empleaba gran parte de su tiempo en la lectura de buenos libros.
Las tres jóvenes,   agraciadas y poseedoras de muchas riquezas,   eran solicitadas en matrimonio por muchos mercaderes de la región,   pero las dos mayores los despreciaban y rechazaban diciendo que sólo se casarían con un noble:   por lo menos un duque o conde.
La Bella   -pues así era como la conocían y llamaban todos a la menor-   agradecía muy cortésmente el interés de cuantos querían tomarla por esposa,   y los atendía con suma amabilidad y delicadeza;   pero les decía que aún era muy joven,   y que deseaba pasar algunos años más en compañía de su padre.
De un solo golpe perdió el mercader todos sus bienes,   y no le quedó más que una pequeña casa de campo a buena distancia de la ciudad.
Totalmente destrozado,   lleno de pena su corazón,   llorando hizo saber a sus hijos que era forzoso trasladarse a esta casa,   donde para ganarse la vida tendrían  que trabajar como campesinos.
Sus dos hijas mayores respondieron con la altivez que siempre demostraban en toda ocasión,   que de ningún modo abandonarían la ciudad,   pues no les faltaban enamorados que se sentirían felices de casarse con ellas,   a pesar de su fortuna perdida.   En esto se engañaban las buenas señoritas:   sus enamorados perdieron totalmente el interés en ellas en cuanto fueron pobres.
Puesto que debido a su soberbia nadie simpatizaba con ellas,   las muchachas de los otros mercaderes y sus familias comentaban:
-No merecen que les tengamos compasión.   Al contrario,   nos alegramos de verles abatido el orgullo.   ¡Qué se hagan las grandes damas con las ovejas!
Pero,   al mismo tiempo,   todo el mundo decía:
-¡Qué pena,   qué dolor nos da la desgracia de la Bella!   ¡Esta sí que es una buena hija!   ¡Con qué cortesía le habla a los pobres!   ¡Es tan dulce,   tan honesta!…
No faltaron caballeros dispuestos a casarse con ella,   aunque no tuviese un centavo;   mas la joven agradecía pero respondía que le era imposible abandonar a su padre en desgracia,   y que lo seguiría a la campiña para consolarlo y ayudarlo en sus trabajos.   La pobre Bella no dejaba de afligirse por la pérdida de su fortuna,   pero se decía a sí misma:
-Nada obtendré por mucho que llore.   Es preciso tratar de ser feliz en la pobreza.
No bien llegaron y se establecieron en la casa de campo,   el mercader y sus tres hijos con ropajes de labriegos se dedicaron a preparar y labrar la tierra.   La Bella se levantaba a las cuatro de la mañana y se ocupaba en limpiar la casa y preparar la comida de la familia.   Al principio aquello le era un sacrificio agotador,   porque no tenía costumbre de trabajar tan duramente;   mas unos meses más adelante se fue sintiendo acostumbrada a este ritmo y comenzó a sentirse mejor y a disfrutar por sus afanes de una salud perfecta.   Cuando terminaba sus quehaceres se ponía a leer,   a tocar el clavicordio,   o bien a cantar mientras hilaba o realizaba alguna otra labor.   Sus dos hermanas,   en cambio,   se aburrían mortalmente;   se levantaban a las diez de la mañana,   paseaban el día entero,   y su única diversión era lamentarse de sus perdidas galas y visitas.
-Mira a nuestra hermana menor   -se decían entre sí-,   tiene un alma tan vulgar,   y es tan estúpida,   que se contenta con su miseria.
El buen labrador,   el padre,   en cambio,   sabía que Bella era trabajadora,   constante,   paciente,  tesonera,   y muy capaz de brillar en los salones,   en cambio sus hermanas...    Admiraba las virtudes de su hija menor,   y sobre todo su paciencia,   ya que las otras no se contentaban con que hiciese todo el trabajo de la casa,   sino que además se burlaban de ella.
Hacía ya un año que la familia vivía en aquellas soledades,   cuando el mercader recibió una carta,   en la cual le anunciaban que cierto navío acababa de arribar,   felizmente,   con una carga de mercancías para él.   Esta noticia trastornó por completo a sus dos hijas mayores,   pues imaginaron que por fin podrían abandonar aquellos campos donde tanto se aburrían y además lo único que se les cruzaba por la cabeza era volver a la ociosa  vida en las fiestas y teatros,   mostrando riquezas;   por lo que,   no bien vieron a su padre ya dispuesto para salir,   le pidieron que les trajera vestidos,   chalinas,   peinetas y toda suerte de bagatelas.   La Bella no dijo una palabra,   pensando para sí que todo el oro de las mercancías no iba a bastar para los encargos de sus hermanas.
-¿No vas tú a pedirme algo?   -le preguntó su padre.
-Ya que tienes la bondad de pensar en mí   -respondió ella-   te ruego que me traigas una rosa,   pues por aquí no las he visto.
No era que la desease realmente,   sino que no quería afear con su ejemplo la conducta de sus hermanas,   las cuales habían dicho que si no pedía nada era sólo por darse importancia.
Partió,   pues,   el buen mercader;  luego de vuelta a casa erró el camino al atravesar un gran bosque,   y se perdió dentro de él,   en medio de una tormenta de viento y nieve que comenzó a desatarse.
Nevaba fuertemente;   el viento era tan impetuoso que por dos veces lo derribó del caballo;   y cuando cerró la noche llegó a temer que moriría de hambre o de frío;   o que lo devorarían los lobos,   a los que oía aullar muy cerca de sí.   De repente,   tendió la vista por entre dos largas hileras de árboles y vio una brillante luz a gran distancia.
Se encaminó hacia aquel sitio y al acercarse observó que la luz salía de un gran palacio todo iluminado.   Se apresuró a refugiarse allí;   pero su sorpresa fue considerable cuando no encontró a persona alguna en los patios.   El mercader pasó al castillo,   donde tampoco vio a nadie;   y por fin llegó a una gran sala en que había un buen fuego y una mesa cargada de viandas con un solo cubierto.   Quizás pecaría de atrevido,   pero se dirigió hacia allí.   La tentación fue muy grande,   pues la lluvia y la nieve lo habían calado hasta los huesos;   se arrimó al fuego para secarse,   diciéndose a sí mismo:   “El dueño de esta casa y sus sirvientes,   que no tardarán en dejarse ver,   sin duda me perdonarán la libertad que me he tomado.”
Se quedó aún esperando un rato largo,   observaba hacia los otros recintos para tratar de ubicar a algún habitante en la mansión,   pero cuando sonaron once campanadas sin que se apareciese nadie,   no pudo ya resistir el hambre,   y apoderándose de un pollo se lo comió con dos bocados a pesar de sus temblores.   Bebió también algunas copas de vino,   y ya con nueva audacia abandonó la sala y recorrió varios espaciosos aposentos,   magníficamente amueblados. En uno de ellos encontró una cama dispuesta,   y como era pasada la medianoche,   y se sentía rendido de cansancio, entumecido y aturdido de la aventura pasada hasta encontrar este cobijo,   decidió cerrar la puerta y acostarse a dormir.
Eran las diez de la mañana cuando se levantó al día siguiente,   y no fue pequeña su sorpresa al encontrarse un traje como hecho a su medida en vez de sus viejas y gastadas ropas.   “Sin duda”,   se dijo,   “o no he despertado,   o este palacio pertenece a un hada buena que se ha apiadado de mí.”
Miró por la ventana y no vio el menor rastro de nieve,   sino de un jardín cuyos floridos canteros encantaban la vista. Entró luego en la estancia donde cenara la víspera,   y halló que sobre una mesita lo aguardaba una taza de chocolate.
-Le doy las gracias,   señora hada   -dijo en alta voz-,   por haber tenido la bondad de albergarme en noche tan inhóspita y de pensar en mi desayuno.
El buen hombre,   después de tomar el chocolate,   salió en busca de su caballo,   y al pasar por un sector lleno de rosas blancas recordó la petición de la Bella y cortó una para llevársela.   En el mismo momento se escuchó un gran estruendo y vio que se dirigía hacia él una bestia tan horrenda,   que le faltó poco para caer desmayado.
-¡Ah,   ingrato!   -le dijo la Bestia con voz terrible-.   Yo te salvé la vida al recibirte y darte cobijo en mi palacio,   y ahora, para mi pesadumbre,   tú me arrebatas mis rosas,   ¡a las que amo sobre todo cuanto hay en el mundo!   Será preciso que mueras,   a fin de reparar esta falta.
El mercader se arrojó a sus pies,   juntó las manos y rogó a la Bestia:
-Monseñor,   perdóname,   pues no creía ofenderte al tomar una rosa;   es para una de mis hijas,   que me la había pedido.
-Yo no me llamo Monseñor   -respondió el monstruo-   sino la Bestia.   No me gustan los halagos,   y sí que los hombres digan lo que sienten;   no esperes conmoverme con tus lisonjas.   Mas tú me has dicho que tienes hijas;   estoy dispuesto a perdonarte con la condición de que una de ellas venga a morir en lugar tuyo.   No me repliques:   parte de inmediato;   y si tus hijas rehúsan morir por ti,   júrame que regresarás dentro de tres meses.
No pensaba el buen hombre sacrificar una de sus hijas a tan horrendo monstruo,   pero se dijo:   “Al menos me queda el consuelo de darles un último abrazo.”   Juró,   pues,   que regresaría,   y la Bestia le dijo que podía partir cuando quisiera.
-Pero no quiero que te marches con las manos vacías   -añadió-.   Vuelve a la estancia donde pasaste la noche:   allí encontrarás un gran cofre en el que pondrás cuanto te plazca,   y yo lo haré conducir a tu casa.
Dicho esto se retiró la Bestia,   y el hombre se dijo:
“Si es preciso que muera,   tendré al menos el consuelo de que mis hijas no pasen hambre.”
Volvió,   pues,   a la estancia donde había dormido,   y halló una gran cantidad de monedas de oro con las que llenó el cofre de que le hablara la Bestia,   lo cerró,   fue a las caballerizas en busca de su caballo y abandonó aquel palacio con una gran tristeza,   pareja a la alegría con que entrara en él la noche antes en busca de albergue.   Su caballo tomó por sí mismo una de las veredas que había en el bosque,   y en unas pocas horas se halló de regreso en su pequeña granja.
Se juntaron sus hijas en torno suyo y,   lejos de alegrarse con sus caricias,   el pobre mercader se echó a llorar angustiado mirándolas.   Traía en la mano el ramo de rosas que había cortado para la Bella,   y al entregárselo le dijo:
-Bella,   toma estas rosas,   que bien caro costaron a tu desventurado padre.
Y enseguida contó a su familia la funesta aventura que acababa de sucederle.   Al oírlo,   sus dos hijas mayores dieron grandes alaridos y llenaron de injurias a la Bella,   que no había derramado una lágrima.
-Miren a lo que conduce el orgullo de esta pequeña criatura   -gritaban-.   ¿Por qué no pidió adornos como nosotras? ¡Ah,   no,   la señorita tenía que ser distinta!   Ella va a causar la muerte de nuestro padre,   y sin embargo ni siquiera llora.
-Mi llanto sería inútil   -respondió la Bella-.   ¿Por qué voy a llorar a nuestro padre si no es necesario que muera?   Puesto que el monstruo tiene a bien aceptar a una de sus hijas,   yo me entregaré a su furia y me consideraré muy dichosa, pues habré tenido la oportunidad de salvar a mi padre y demostrarle a ustedes y a él mi ternura.
-No,   hermana   -dijeron sus tres hermanos-,   tampoco es necesario que tú mueras;   nosotros buscaremos a ese monstruo y lo mataremos o pereceremos bajo sus golpes.
-No hay que soñar,   hijos míos   -dijo el mercader-.   El poderío de esa Bestia es tal que no tengo ninguna esperanza de matarla.   Me conmueve el buen corazón de Bella,   pero jamás la expondré a la muerte.   Soy viejo,   me queda poco tiempo de vida;   sólo perderé unos cuantos años,   de los que únicamente por ustedes siento desprenderme,   mis hijos queridos.
-Te aseguro,   padre mío   -le dijo la Bella-,   que no irás sin mí a ese palacio;   tú no puedes impedirme que te siga.   En parte fui responsable de tu desventura.   Como soy joven,   no le tengo gran apego a la vida,   y prefiero que ese monstruo me devore a morirme de la pena y el remordimiento que me daría tu pérdida.
Por más que razonaron con ella no hubo forma de convencerla,   y sus hermanas estaban encantadas,   porque las virtudes de la joven les había inspirado siempre unos celos irresistibles.   Al mercader lo abrumaba tanto el dolor de perder a su hija,   que olvidó el cofre repleto de oro;   pero al retirarse a su habitación para dormir su sorpresa fue enorme al encontrarlo junto a la cama.   Decidió no decir una palabra a sus hijos de aquellas nuevas y grandes riquezas,   ya que habrían querido retornar a la ciudad y él estaba resuelto a morir en el campo;   pero reveló el secreto a la Bella, quien a su vez le confió que en su ausencia habían venido de visita algunos caballeros,   y que dos de ellos amaban a sus hermanas.   Le rogó que les permitiera casarse,   pues era tan buena que las seguía queriendo y las perdonaba de todo corazón,   a pesar del mal que le habían hecho.
El día en que partieron la Bella y su padre,   las dos perversas muchachas se frotaron los ojos con cebolla para tener lágrimas con que llorarlos;   sus hermanos,   en cambio,   lloraron de veras,   como también el mercader,   y en toda la casa la única que no lloró fue la Bella,   pues no quería aumentar el dolor de los otros.
Echó a andar el caballo hacia el palacio,   y al caer la tarde apareció éste todo iluminado como la primera vez.   El buen hombre y su hija pasaron al gran salón,   donde encontraron una mesa magníficamente servida en la que había dos cubiertos.   El mercader no tenía ánimo para probar bocado,   pero la Bella,   esforzándose por parecer tranquila,   se sentó a la mesa y le sirvió,   aunque pensaba para sí:
“La Bestia quiere que engorde antes de comerme,   puesto que me recibe de modo tan espléndido.”
En cuanto terminaron de cenar se escuchó un gran estruendo y el mercader,   llorando,   dijo a su pobre hija que se acercaba la Bestia.   No pudo la Bella evitar un estremecimiento cuando vio su horrible figura,   aunque procuró disimular su miedo,   y al interrogarla el monstruo sobre si la habían obligado o si venía por su propia voluntad,   ella le respondió que sí,   temblando,   que era decisión propia.
-Eres muy buena   -dijo la Bestia-,   y te lo agradezco mucho.   Tú,   buen hombre,   partirás por la mañana y no sueñes jamás con regresar aquí.   Nunca.   Adiós,   Bella.
-Adiós,   señor   -respondió la muchacha.
Y enseguida se retiró la Bestia.
-¡Ah,   hija mía   -dijo el mercader,   abrazando a la Bella-   yo estoy casi muerto de espanto!   Hazme caso y deja que me quede en tu sitio.
-No,   padre mío   -le respondió la Bella con firmeza-,   tú partirás por la mañana.
Fueron después a acostarse,   creyendo que no dormirían en toda la noche;   mas sus ojos se cerraron apenas pusieron la cabeza en la almohada.   Mientras dormía vio la Bella a una dama que le dijo:
-Tu buen corazón me hace muy feliz,   Bella. No ha de quedar sin recompensa esta buena acción de arriesgar tu vida por salvar la de tu padre.
Le contó el sueño al buen hombre la Bella al despertarse;   y aunque le sirvió un tanto de consuelo,   no alcanzó a evitar que se lamentara con grandes sollozos al momento de separarse de su querida hija.
En cuanto se hubo marchado se dirigió la Bella a la gran sala y se echó a llorar;   pero,   como tenía sobrado coraje, resolvió no apesadumbrarse durante el poco tiempo que le quedase de vida,   pues tenía el convencimiento de que el monstruo la devoraría aquella misma tarde.   Mientras esperaba decidió recorrer el espléndido castillo,   ya que a pesar de todo no podía evitar que su belleza la conmoviese.   Su asombro fue aún mayor cuando halló escrito sobre una puerta:
"Aposento de la Bella"
La abrió precipitadamente y quedó deslumbrada por la magnificencia que allí reinaba;   pero lo que más llamó su atención fue una bien provista biblioteca,   un clavicordio y numerosos libros de música,   lo que reunía todo lo que a ella le hacía la vida placentera.
-No quiere que esté triste   -se dijo en voz baja,   y añadió de inmediato-:   para un solo día no me habría reunido tantas cosas.
Este pensamiento reanimó su valor,   y poco después,   revisando la biblioteca,   encontró un libro en que aparecía la siguiente inscripción en letras de oro:
Disponga,   ordene,   aquí es usted la reina y señora.
-¡Ay de mí   -suspiró ella-,   nada deseo sino ver a mi pobre padre y saber qué está haciendo ahora!
Había dicho estas palabras para sí misma:   ¡cuál no sería su asombro al volver los ojos a un gran espejo y ver allí su casa,   adonde llegaba entonces su padre con el semblante lleno de tristeza!   Las dos hermanas mayores acudieron a recibirlo, y a pesar de los aspavientos que hacían para aparecer afligidas,   se les reflejaba en el rostro la satisfacción que sentían por la pérdida de su hermana,   por haberse desprendido de la hermana que les hacía sombra con su belleza y bondad. Desapareció todo en un momento,   y la Bella no pudo dejar de decirse que la Bestia era muy complaciente,   y que nada tenía que temer de su parte.
Al mediodía halló la mesa servida,   y mientras comía escuchó un exquisito concierto,   aunque no vio a persona alguna. Esa tarde,   cuando iba a sentarse a la mesa,   oyó el estruendo que hacía la Bestia al acercarse,   y no pudo evitar un estremecimiento.
-Bella   -le dijo el monstruo-,   ¿permitirías que te mirase mientras comes?
-Tú eres el dueño de esta casa   -respondió la Bella,   temblando.
-No   -dijo la Bestia-,   no hay aquí otra dueña que tú.   Si te molestara no tendrías más que pedirme que me fuese,   y me marcharía enseguida.   Pero dime:    ¿es cierto que me encuentras muy feo?
-Así es   -dijo la Bella-,   pues no sé mentir;   pero en cambio creo que eres muy bueno.
-Tienes razón   -dijo el monstruo-,   aun cuando yo no pueda juzgar mi fealdad,   pues no soy más que una bestia.
-No se es una bestia   -respondió la Bella-   cuando uno admite que es incapaz de juzgar sobre algo.   Los necios no lo admitirían.
-Come,   pues   -le dijo el monstruo-,   y trata de pasarlo bien en tu casa,   que todo cuanto hay aquí te pertenece,   y me apenaría mucho que no estuvieses contenta.
-Eres muy bondadoso   -respondió la Bella-.   Te aseguro que tu buen corazón me hace feliz.   Cuando pienso en ello no me pareces tan feo.
-¡Oh,   señora   -dijo la Bestia- ,   tengo un buen corazón,   pero no soy más que una bestia!
-Hay muchos hombres más bestiales que tú   -dijo la Bella-,   y mejor te quiero con tu figura,    que a otros que tienen figura de hombre y un corazón corrupto,   ingrato,   burlón y falso.
La Bella,   que ya apenas le tenía miedo,   comió con buen apetito;   pero creyó morirse de pavor cuando el monstruo le dijo:
-Bella,   ¿querrías ser mi esposa?
Largo rato permaneció la muchacha sin responderle,   ya que temía despertar su cólera si rehusaba,   y por último le dijo,   estremeciéndose:
-No,   Bestia.
Quiso suspirar al oírla el pobre monstruo,   pero de su pecho no salió más que un silbido tan espantoso,   que hizo retemblar el palacio entero;   sin embargo,   la Bella se tranquilizó enseguida,   pues la Bestia le dijo tristemente:
-Adiós,   entonces,   Bella   -y salió de la sala volviéndose varias veces a mirarla por última vez.
Al quedarse sola,   la Bella sintió una gran compasión por esta pobre Bestia.
“¡Ah,   qué pena”,   se dijo,   “que siendo tan bueno,   sea tan feo!”
Tres apacibles meses pasó la Bella en el castillo.   Todas las tardes la Bestia la visitaba,   y la entretenía y observaba mientras comía,   con su conversación llena de buen sentido,   pero jamás de aquello que en el mundo llaman ingenio. Cada día la Bella encontraba en el monstruo nuevas bondades,   y la costumbre de verlo la había habituado tanto a su fealdad,   que lejos de temer el momento de su visita,   miraba con frecuencia el reloj para ver si eran las nueve,   ya que la Bestia jamás dejaba de presentarse a esa hora,   sólo había una cosa que la apenaba,   y era que la Bestia, cotidianamente antes de retirarse,   le preguntaba cada noche si quería ser su esposa,   y cuando ella rehusaba parecía traspasado de dolor.   Un día le dijo:
-Mucha pena me das,   Bestia.    Bien querría complacerte,   pero soy demasiado sincera para permitirte creer que pudiese hacerlo nunca.   Siempre he de ser tu amiga:    trata de contentarte con esto.
-Forzoso me será   -dijo la Bestia-.    Sé que en justicia soy horrible,   pero mi amor es grande.   Entretanto,   me siento feliz de que quieras permanecer aquí.   Prométeme que no me abandonarás nunca.
La Bella enrojeció al escuchar estas palabras.   Había visto en el espejo que su padre estaba enfermo de pesar por haberla perdido,   y deseaba volverlo a ver.

Dibujos De La Bella Y La Bestia